
Ayer por el diario me enteré que ahora hacen un tour para mostrar estas bellezas, con las que convivo naturalmente.
Escucho el ruido de las palomas bajo mi ventana y el escándalo de autos, camiones y estudiantes un poco más allá donde la vida sucede. Aquí adentro es silencio. Salgo y me admiro: algo cambió desde que se trasladaron hasta acá las universidades privadas con su oferta de conocimientos dudosos y diplomas que servirán para adornar el comedor de todos los padres taxistas y madres cajeras de supermercado que dejaron sus pulmones para pagar los estudios de sus hijos. Junto con los flamantes edificios llegaron los pubs, viejos bares que hoy gracias a la globalización han conseguido titularse en inglés, pero par mí siguen siendo bares.
Ya las diez de la mañana el golpe de botellas, las risas y las voces me hacen pensar en un puerto recibiendo a los marineros después de semanas de navegación en altamar. Avanzo un par de cuadras y llego a la avenida más importante de la ciudad: La Alameda. En su bandejón central se amontonan niñas-mujeres, con los libros de estudio a un costado se abrazan con hombres notoriamente mayores que ellas, se dejan besar y luego encaminan sus pasos hacia uno de los tantos moteles del barrio: hay que decir que éstos son anteriores a las universidades y los bares.
Esa es la parte visible y que acapara la atención de los periodistas cada tanto, inundando el barrio de mala fama, pero aquí se sigue respirando barrio, con vecina que hace la compra y pasea el perro, con vecino que sale a correr por las mañanas, con el almacén donde todavía se puede comprar “fiado” , con el verdulero que nos trae el pedido hasta la puerta, con el afilador de cuchillos que se anuncia con su música inconfundible y con el vendedor de sopaipillas en la esquina las noches de lluvia.